domingo, 13 de enero de 2013

El luto de un ermitaño

Los ermitaños somos personas que apreciamos la libertad de la soledad, de poder decidir y hacer sin interferencias, pero a la vez apreciamos la presencia lejana de las personas y, en ocasiones cuando estamos en el mismo camino y somos afines, su compañía.

Convivir con alguien es difícil, a veces hay momentos de tensión donde uno desearía que la otra persona desapareciera, en otros es divertido observar su existencia. Para ser compañeros necesitamos encontrar que tenemos con la otra persona alguna similitud, y que tenemos algo que admirarle. Que en algún momento podemos estar alejados y hacer nuestras vidas separados (eso es lo que defino como falta de apego, que no necesitamos la presencia constante de la gente cerca nuestro), haciendo cada uno lo suyo pero que al reencontrarnos sigue lo que tenemos en común.

Así podemos estar años en relaciones tensas tratando de coordinar nuestros pasos, donde no entendemos porque seguimos juntos sabiendo que nos sentimos más productivos solos, cuando estamos avocados en lo que tenemos en mente.

Con el paso del tiempo vamos comprendiendo que formamos un equipo, que intentamos aprovechar y delegar en el otro lo que consideramos hace mejor (o que no nos gusta hacer y el otro parece tener tiempo). Y se da un momento donde nos hemos sincronizado, donde cada uno acepta que la cooperación implica tolerar muchos comportamientos del otro que nos irritan y nos vuelven locos, pero que su compañía es beneficiosa porque nos aporta alguien con quien compartir algo de nuestra mente, alguien que nos ayude y sobre todo saber que no estamos solos, que le importamos y que es mutuo.

En mi infancia pensé que uno moría al cumplir su misión... y quizá para un ermitaño la suya sea entender al menos a otro ser humano en su totalidad, de poder verse reflejado en las actividades de vida y comprender como benefició o afectó a otros con su forma de ser, cuando es consciente de lo que significa la humanidad.

Quien queda, si sabe como aconteció la muerte y puede estar en el proceso de despedir al cuerpo, sigue el camino sabiendo que la vida es así. Que nadie le acompañará de por vida salvo su propio cuerpo. Asume como un hecho real y en primera instancia que de la muerte no se regresa y que ahora vuelve a estar sin compañía. Lo cual implica que, de golpe, tendrá que asumir las funciones que realizaba la otra persona y eso es doloroso. Tendrá que vislumbrar caminos más seguros y estar más atento para valerse nuevamente por si mismo sin ayuda.

Sabe que ante todo lo externo tiene que mantenerse fuerte, que la debilidad no es útil... salvo en el desahogo en soledad, cuando ya no hay actividades que realizar y vuelve la memoria de lo que ya no será, donde uno se pone a analizar la ausencia y las consecuencias de la misma con la finalidad de que la ansiedad y los procesos naturales de tristeza no le causen comorbilidades por no dejarlas fluir. Ahí uno puede desahogarse y entender lo que la presencia material de la otra persona significaba en su vida. Al principio es una ausencia, pero con el paso del tiempo es cuando se siente más y se empieza a extrañar.

Durante los primeros días el cuerpo reacciona naturalmente como el de todo ser humano ante la perdida; siente las reacciones físicas del duelo: el dolor en el pecho, la tristeza, el desgano... la  mente proyecta seguir en actividad, las cuales cambian un poco de las que se acostumbraban (porque uno procura intentar la misma rutina como una especie de ritual de que nada ha cambiado). La mente sabe que es el único método para seguir adelante, porque nadie que sea independiente puede permitirse sumirse en la tristeza y la quietud en espera de consuelo. La mente es lo que nos da fortaleza.

Cada cierto tiempo esa sensación física vuelve, y uno tiene que enfocar su mente en lo que si puede realizar, lo que si está a su alcance y lo que es práctico para su propia sobrevivencia. Recuerda la realidad y ese es su aliciente.

Cuando se topa con otras personas y le preguntan puede narrar la realidad de la experiencia sin sentir dolor, como narraría cualquier hecho de la vida. Pero la piedad y los lamentos de los otros son lo que le lleva a recordar la tristeza, dado que ya es difícil separar la mente de la sensación corporal. Por eso uno se aísla, se aleja de la gente porque cada encuentro será una nueva pregunta y que además entre más pasa el tiempo sólo se entiende que muchos extraños sólo preguntan por pura curiosidad o morbo.

Un ermitaño quiere seguir su camino simplemente para restablecerse, mantenerse activo como forma de superar cualquier dolor, sea físico o mental y necesita su soledad para hacer las cosas a su ritmo, teniendo en mente que alguien en el mundo sabe que sigue vivo.

Con el pasar de los meses se extraña la presencia del compañero que uno tuvo, se recuerda con nostalgia su ternura, el alma por decirlo así.

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